Las calles y las bancas
Por Santiago Toffoli
El mandato constitucional de Dilma Rousseff fue interrumpido en mayo de 2016 mediante un proceso de impeachment exitoso, luego que el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) perdió el apoyo y la gobernabilidad en dos escenarios: las calles y el Congreso. Hoy, con una crisis social y política, y con casi 40.000 muertos por el coronavirus, Jair Bolsonaro se sostiene gracias a la intensificación de la presencia callejera de sus seguidores y a los acuerdos con las bancadas informales en el Parlamento.
El día que la derecha salió a la calle
Junio de 2013. El comienzo de la polarización política en Brasil se da a partir de un proceso inédito en el país desde el retorno de la democracia en 1985: la ocupación de los espacios públicos por parte de los sectores conservadores y reaccionarios. Si bien la hegemonía política de la cual había gozado el PT llegaba paulatinamente a un cuello de botella, el punto de inflexión que significaron las protestas de mediados de 2013 fue el puntapié de un proceso que sería permanente hasta el golpe parlamentario que depuso del cargo a Dilma Rousseff.
Las manifestaciones contra el Gobierno tenían componentes heterogéneos en cuanto a los participantes y a los reclamos que se realizaban. En las marchas, podían oírse demandas que pedían por una intervención militar, pasando por la renuncia y el encarcelamiento de Dilma, hasta un cambio en algunas políticas económicas de un gobierno que comenzaba a tener dificultades para concretar su proyecto económico sin el acercamiento a sectores del establishment que exigían políticas de ajuste.
Las protestas que comenzaron en 2013 convivían con manifestaciones de los sectores sociales que acompañaban al gobierno del PT. Sin embargo, con el correr de los meses y conforme se acercaban las elecciones de 2014, la movilización opositora no solo se mantuvo constante, sino que comenzó a crecer y a plantear demandas más homogéneas. Concretamente, las dos fuerzas centrípetas que motorizaban a esas grandes manifestaciones eran el “anti petismo” y los reclamos en torno a la corrupción.
La judicialización de la política, inteligentemente concretada por las corporaciones judiciales y mediáticas, sobrevivió al ajustado triunfo electoral que le dio a Dilma la posibilidad de continuar en el Palacio del Planalto hasta el año 2019. Casi todos los sectores de la clase política aparecían señalados como partícipes necesarios de una trama de corrupción generalizada.
Las movilizaciones perseveraron y crearon un escenario creciente de polarización e ingobernabilidad, sin que las elecciones calmen las aguas de un revoltoso clima social.
El tiro de gracia del Congreso
En Brasil, el Poder Legislativo está conformado por bancadas informales, que no tienen una férrea disciplina partidaria, sino que forman alianzas ad hoc según la coyuntura. La mayor parte de los partidos que acompañaban al gobierno, se bajaron del barco antes del arranque del proceso de impeachment, en abril de 2016.
Los partidos tradicionales como el PMDB del entonces vicepresidente Michel Temer, el Partido Progresista, y las formaciones partidarias pequeñas que conforman el centrao y que suelen vender sus votos al mejor postor, hicieron un rápido cálculo y se acoplaron al bloque fortalecido que votaría contra la presidenta, impulsados por multitudes que seguían la votación en pantallas gigantes, como si fuese el fan fest de un Mundial de futbol.
El absurdo juicio político impulsado contra Dilma por una práctica generalizada de maniobras presupuestarias fue una venganza del ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, luego de que el PT impulse la apertura de un proceso en su contra en la Comisión de Ética por la supuesta (y luego comprobada) existencia de cuentas bancarias en Suiza. Cunha abrió el juego al impeachment y en tándem con Temer, que se haría cargo del gobierno, formó rápidamente la mayoría necesaria para deponer a la legítima presidenta de Brasil.
En ese empalagoso show, el mundo quedaba absorto con los diputados dedicando sus votos a sus hijos, a Dios, o a sus esposas. Y muchos mirábamos con preocupación cuando un diputado llamado Jair Bolsonaro dedicaba su voto afirmativo al Coronel Brilhante Ustra, célebre por conducir un centro de torturas durante la dictadura brasileña.
El aliado inesperado
Tras un año y medio de Gobierno, Bolsonaro se encargó de dinamitar los puentes con la mayor parte de sus ex aliados: gobernadores conservadores, los presidentes de ambas cámaras y el Poder Judicial (aquí nos referimos tanto al Supremo Tribunal de Justicia como al paladín de la anti corrupción, el ex juez y ex Ministro Sergio Moro).
Con una dependencia cada vez mayor de las Fuerzas Armadas, el presidente brasileño encontró su impulso callejero en el perfil negacionista de la pandemia. Desde el comienzo de la crisis sanitaria global, Bolsonaro negó la gravedad del coronavirus para las personas, las sociedades y sus sistemas de salud. Esa misma negación es compartida por su núcleo duro, que no es muy numeroso, pero sí muy intenso.
La circulación del virus, que ya contabiliza más de 700.000 contagios (registrados) en todo el país, hizo que el gran porcentaje de la población que rechaza a Bolsonaro, sus políticas represivas, neoliberales y su (des)manejo de la pandemia, esté imposibilitado de salir a la calle. Y, en la vereda opuesta, aquellos que apoyan al presidente y que piden sin ningún escrúpulo el cierre del Congreso y el STF, hacen caso omiso a las recomendaciones del confinamiento y ocupan el espacio público, mientras el resto de los sectores se limita a cacerolear.
En ese sentido, a fines de mayo ya se empezaron a ver las primeras movilizaciones en contra del Gobierno. Las torcidas paulistas encabezaron las marchas en San Pablo y en Rio de Janeiro se juntaron las demandas de gestión de la pandemia y de fin de la represión policial, que diariamente se lleva decenas de vidas de las favelas de Rio.
El coronavirus ha sido un aliado inesperado de Bolsonaro en su estrategia de movilización, creando un perfil de gobierno que interpela a la gente a marchar, permitiendo a sus seguidores ocupar las calles mientras la gran mayoría se encierra por miedo a enfermar. Aunque claro, si bien es intensa, esa minoría se verá insignificante cuando el virus retroceda y les permita a las brasileñas y brasileños salir a protestar frente a un gobierno que amenaza al orden democrático de forma directa y sin miramientos.
Cargos y plata por bloqueo
El Presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, fue aliado de Bolsonaro hasta hace algunos meses. Hoy, en su escritorio, acumula más de 30 pedidos de impeachment contra el presidente. Sí, Bolsonaro tiene en su contra varios pedidos de impeachment que, de prosperar, darían lugar al segundo proceso de juicio político contra un primer mandatario en 4 años.
Este último dato es importante para comprender a aquellos que prefieren la cautela por miedo al desmadre definitivo de la institucionalidad en Brasil. Maia es uno de ellos. El golpe parlamentario a Dilma, sumado al proceso arbitrario e ilegal contra Lula, los atentados en la campaña de 2018, el mayor protagonismo de las Fuerzas Armadas, las 40.000 muertes por COVID, y los innumerables encarcelamientos en el marco del Lava Jato pintan un panorama peligroso que puede explotar si se prende la mecha por un proceso de impeachment.
Sin embargo, no solamente Maia es el que obstaculiza un eventual proceso contra Bolsonaro. El presidente tiene un apoyo marcado de la bancada informal de la BBB (la Biblia, la Bala y el Buey), que agrupa a los legisladores que velan por los intereses de los evangélicos, los militaristas y los agropecuarios. Pero también, y a raíz de su ruptura con los partidos tradicionales, se ha acercado a los mercenarios partidos del centrao, ofreciendo cargos en su gabinete y dinero para sus estructuras a cambio de lealtad parlamentaria.
Bolsonaro se dio cuenta que la calle es un escenario que tiene ganado solo por un tiempo, y que es necesario ordenar las fichas en el Legislativo para que no le pase lo mismo que a Dilma; o sea, que los legisladores brasileños, de lealtades movedizas, se bajen del barco cuando huelan debilidad y perciban la caída como inevitable.
A modo de cierre
Jair Bolsonaro se ve a sí mismo como el líder de una revolución conservadora nacida desde la sociedad, la cual nació gracias a la idea de que la política es corrupta por naturaleza y que la mano dura es la solución a los problemas sociales. Su estrategia de movilizaciones callejeras se condice con esta autopercepción.
Si bien el porcentaje de apoyo al gobierno oscila entre un 25 y un 30%, este sector conforma una parcela social intensa que tiene un especial apego al uso de las armas y un perfil radicalizado. Con el rechazo de parte de la derecha por la enemistad del presidente con los gobernadores conservadores y con Sergio Moro, solo queda la radicalización de los verdaderamente fieles.
Sin embargo, conforme el virus vaya retrocediendo, la gran mayoría que no aprueba al presidente ni a sus políticas, se volcara masivamente a las calles para hacerse oír. Las marchas que comenzaron a suceder a fines de mayo son muestra de ello.
Es por esto que a Bolsonaro le quedan dos opciones: atesorar los apoyos en el Legislativo para bloquear un eventual proceso de impeachment y sobrevivir hasta 2022, o subir la apuesta e ir contra el Congreso y la Justicia por medio de los militares, quienes son parte del gobierno pero no están seducidos por la idea de realizar un golpe o un autogolpe.
Solo el tiempo dará todas las respuestas, aunque millones de brasileños las necesiten ahora para poder sobrevivir a la pandemia y a Jair Bolsonaro que, sin dudas, será recordado como una triste página de la historia de ese gran país que es Brasil.
Esperemos que ese día no llegue más tarde de lo que ya es.