Escuchen, llenen la olla

Por Mariano Kritterson (UTEP CABA)

Como ya sabemos, la asunción del nuevo gobierno nacional, significó un profundo cambio en el plano simbólico y material de la política argentina. Con una campaña electoral, en parte, basada en ubicar a las organizaciones gremiales y sociales como un actor amenazante del orden social, el nuevo gobierno comenzó su gestión con una fuerte ofensiva mediática y política señalando a la participación de los movimientos sociales en la gestión de la política pública, como una dinámica deseable de revertir.

La sanción del famoso protocolo anti-piquete, y las advertencias que quienes participaran de instancias de protestas se verían desvinculados de programas de trabajo o asistencia social, fueron los primeros signos de una reconfiguración de la relación entre el nuevo gobierno y los procesos de demanda política y protesta. A su vez, el centro del discurso oficial estuvo marcado por la voluntad de eliminar las intermediaciones en el marco de la política social, haciendo alusión principalmente a la participación de los movimientos sociales en el diseño e implementación de las políticas públicas. La famosa expresión de “los dos lados del mostrador”, grafica algunos supuestos dignos de problematizar.

Historia en resumidas cuentas

A  lo largo de los años, los movimientos sociales en nuestro país fueron tejiendo maneras particulares de interpretar y vincularse con el Estado en el marco de las demandas políticas. En la década del 90, frente a una configuración neoliberal del Estado y del escenario político, los espacios que se organizaban en torno a los trabajadores despedidos y excluidos, empresas recuperadas, comedores comunitarios, espacios barriales y otras experiencias, veían en el aparato estatal una maquinaria que iba en detrimento de todo intento de construir una correlación de fuerza más favorable hacia los sectores populares. Esta mirada fue ratificada en los años siguientes hasta el icónico estallido del 2001, donde las miradas sobre el Estado y la política fueron cuestionadas por enormes sectores de la sociedad. El período político iniciado en el año 2003 dio paso (no sin tensiones) a largos debates en el seno de los movimientos populares sobre el rol de aquellas organizaciones en el marco de un Estado y un gobierno que se reconfiguraba con discursos y acciones mucho más afines a sus planteos. Con los años se fueron saldando esos debates e incluso los movimientos sociales fueron parte de distintos engranajes estatales en varios ministerios. El acceso al Estado, fue para las organizaciones, una posibilidad de ampliación de su despliegue y sus perspectivas de intervención en los territorios. Además fue el ingreso a la discusión desde el seno del órgano ordenador del conflicto social. El producto de esto no fue ni que los movimientos sociales adoptaron una perspectiva estatista tradicional (generalmente asociada a los procesos de burocratización), ni tampoco que el Estado se impregnó de una perspectiva de construcción comunitaria de los problemas y las soluciones; lo que sucedió, es que en el ejercicio real de la política se empezaron a construir experiencias de cogestión.

Ahora bien, pensar en términos de cogestión permite ampliar los márgenes de entendimiento acerca del Estado (entendido comúnmente como algo monolítico y uniforme), y habilita a pensar los procesos en su dimensión real y cotidiana. La comunidad organizada desplegando políticas públicas en los territorios concretos, definiendo la implementación de esa política, es parte del proceso de construcción de una nueva estatalidad que recupera la capacidad de agencia de las comunidades. Las vuelve protagonistas reales de esa política y tiñe con cierta vitalidad y dinamismo a la imagen del Estado. Las políticas de cogestión son en definitiva, dispositivos que en términos reales y palpables empoderan a sectores tradicionalmente interpretados como “beneficiarios” de una política (algo casi para agradecer). Que los comedores populares, espacios educativos para las infancias, dispositivos de prevención de consumos problemáticos, cooperativas de trabajo y muchas otras experiencias, tengan una promoción estatal, supone un Estado que no sólo se inserta en los territorios en forma de oficina pública, sino que toma forma de comunidad organizada en donde se contorsiona la política desde los sujetos y los territorios, siendo estos los protagonistas. Eso que llaman intermediación, es la gestión y aplicación de políticas públicas por parte de la comunidad organizada.

No dejen que se pudra

Decíamos al principio, que este gobierno apunta desde sus inicios a debilitar a los sindicatos y a los movimientos sociales mediante avances mediáticos, políticos y judiciales. El caso más extremo y paradigmático de esto, es el embate permanente sobre los comedores populares. Estos espacios que se organizan con el fin de dar una respuesta concreta ante un problema urgente, son apuntados como fraudulentos, intermediarios y “fantasmas”. Todos los días miles y miles de (principalmente) mujeres, se organizan para conseguir donaciones, juntar plata, gestionar algún convenio municipal o cualquier otra forma posible de arrimar algo caliente a la olla para brindar un poco de alimento a sus vecinos. Ahí está el motivo de tanta saña de este gobierno contra los comedores: en su matriz organizativa. Es la organización más elemental e inevitable, la organización para alimentarse y alimentar. Por eso es también inevitable que alrededor de un fogón esperando que se cocine la olla, se den conversaciones sobre sus vidas, y se entienda y se haga carne que de manera organizada y colectiva es el único camino para transformar las realidades. En tiempos donde se propone que el mercado sea el ordenador de los conflictos sociales, donde para eso es necesario desarticular y estigmatizar toda experiencia de organización colectiva, es urgente fortalecer todas las trincheras desde donde la comunidad organizada construye formas de existir y de pensar una realidad más justa.

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