Te encanará un Robocop sin ley

Por Federico Kaniucki

Tiempo de lectura: 9.30min

El guión empieza más o menos así: 
Plano abierto, campiña francesa, ciudad de Falaise, siglo XIII. Un fraile, un juez, un abogado, testigos, y un animal vestido de humano. El cerdo está atado, acusado de haberse comido un bebe recién nacido, tiene su propio abogado y desfilan los testigos. También los campesinos traen a sus cerdos para que presencien el escarmiento público. Un par de horas después, los jueces dictan sentencia: pena capital. Se lo comen. 

El “Juicio de Falaise” es maravilloso porque es cierto. Hace no tanto años, para el derecho los animales eran elementos justiciables, se administraba justicia tanto para las personas humanas como para todo aquello que condicionara de alguna manera la realidad. Michael Foucault en “El nacimiento de la clínica” hace una investigación extraordinaria donde revisa sentencias a perros, osos, hasta moscas y orugas. Todo dentro de la ley. 

Pero ¿por qué Falaise y los animales? Hay un punto nodal en la ruptura con el medioevo y es la idea de un Derecho pensado solo para el castigo. La centralidad que tomará en adelante la ley tendrá su eje en la razón. Descartes hablaba del cogito y la rex extensa, la razón y el cuerpo, la mente y la carne que habitamos, la posibilidad de determinar nuestros ámbitos de voluntad. El Derecho se concentrará a partir de la modernidad en aquellas acciones que generan un daño a terceros o a cosas sin justificación, y en las acciones humanas que voluntariamente realizan una conducta reprochable. De allí que el concepto de “capacidad” o “razonamiento” en la persona humana va a ser central, quedando el cuerpo como el elemento de castigo. Del cadalso medieval al penal de Sierra Chica.

La evolución histórica del Derecho Penal, es decir, de la administración del dolor sobre los cuerpos, tiene como hito central la expropiación del conflicto a los individuos por parte del Estado. En coincidencia con el surgimiento del sujeto como paradigma central, el Derecho Penal es la pieza fundamental para una política devolutiva, cortarle la mano al que robo, sacarle la lengua al blasfemo, castrar al adúltero, o más acá en el tiempo, el propio encierro. El cuerpo humano como campo de trabajo de la scientia terribilis (la ciencia del dolor). El conflicto social es encausado en tareas de administración, se acaba la venganza y la mano propia y el ofendido empieza a ser el Estado, quien a su vez también es el que va a ejercer el castigo. Tal vez el brutalismo desmedido y la intervención sobre los cuerpos haya pasado de moda, pero no así el condicionamiento que genera el Derecho sobre la vida de las personas. 

“La justicia ha cambiado la sospecha de brujería por la de líder popular, y la tortura en vivo por el escarnio mediático

Las normas y la justicia nos condicionan la vida porque son una herramienta política que inventa categorías y funciones. El derecho nos quiere explicar cosas: el buen padre de familia, la manceba, el interés superior del niño, la hipoteca y hasta la asociación ilícita. También nos dota de una moral determinada: cómo debe comportarse un funcionario público, un ciudadano, como debemos resocializarnos y comportarnos una vez que salimos de la cárcel. Toda la moral del Derecho va a ser entonces la expectativa liberal sobre el comportamiento esperable de un buen ciudadano. El propio sistema de justicia va a seleccionar quienes tienen comportamientos que son adecuados y a quienes, o a qué grupos de personas va a perseguir. Perseguir, seleccionar, discriminar y oprimir es casi la quintaesencia del Derecho mismo. Quizás el ejemplo más burdo de persecución haya sido el “Malleus Malleficarum”, cuando en 1486 dos alemanes terminaron de escribir el libro tal vez más famoso de caza de brujas de la historia, y no fue hasta mediados del siglo XIX que la práctica de perseguir y juzgar mujeres se mantuvo casi intacta, seguida de cerca por las indicaciones y las metodologías del Melleus. Hoy 700 años y el mar separan a los alemanes ansiosos por descubrir detrás de un ungüento o de un caldero humeante a las discípulas del diablo con las condenas tribunalicias de los sistemas de enjuiciamiento de los Estados actuales. Sin embargo, no han cambiado mucho ni la persecución ni la arbitrariedad en el ejercicio del derecho penal. La justicia ha cambiado la sospecha de brujería por la de líder popular, y la tortura en vivo por el escarnio mediático.

Hace un tiempo que una consultora llamada Taquión realiza una especie de estudio de opinión en la que convoca a los encuestados a que opinen sobre el nivel de confianza que le generan diversos actores de la sociedad. El de este año, aunque es un parámetro sostenido en los anteriores, primero en la lista de mayor nivel de confianza aparecen los científicos, después le siguen algunas instituciones muy longevas y patricias como las Fuerzas Armadas, y ya por el fondo de la tabla, en zona de descenso, está la política y la justicia. No es casualidad que el desencanto venga acompañado de una crisis de expectativas, las condiciones materiales de vida se han ido pauperizado sostenidamente desde la caída del Estado de Bienestar y la política, que sufrió un Argentinazo en el 2001 y un que se vayan todos, quedó grogui. Los políticos más odiados del país le hacen el abrazo del Oso a los nuevos outsiders y los arrastran al fondo de la tabla de popularidad. En el contexto actual, la crisis toma nuevas formas narrativas, con los conceptos de grieta y casta. Todos los políticos juegan al mismo juego, y todos son igual de castigados por la opinión pública. La justicia, por lo tanto, en medio de la pérdida de expectativas de una sociedad que ve en el Poder Judicial la lentitud y la inoperancia, tanto como en una creciente politización, corre la misma suerte que sus primos del palacio. 

En el debate sobre la intromisión de la justicia en la política, hay un elemento fundante de la crisis actual, que lleva no menos de 200 años en el tintero de la jurisprudencia. Nuestra Constitución Nacional recepta en el Art. 31 y en el Art. 116 dos conceptos que sólo pueden leerse juntos, el de “Supremacía Constitucional” y “Control de Constitucionalidad Difuso”. Sin entrar en tecnicismos que aburren hasta el bostezo, el debate vuelve a estar siempre en la arena política. Sí hubiera que explicarle a un japonés que significan ambos conceptos, podríamos decir que hay cuestiones que pueden ser juzgadas y otras que no. Y que existen leyes y  actos de la administración central que pueden ser revisados, pero otros no. Esto es lo que la doctrina llama “Cuestiones Políticas No Justiciables”. Quiere decir que los actos que hacen la política y el Estado Nacional no deberían ser objeto de conocimiento por los jueces, a menos que los propios jueces decidan que sí. Así de loco como suena, es como funciona. El concepto de “Cuestiones Políticas No Justiciables” es tan laxo, ambiguo e inasible, que no hay forma de darle contención semántica. Todo puede ser y, a su vez, nada lo es. Cuando la justicia inicia un proceso de degeneración partidista, es decir, que asoma la cabeza en el mundo de la política, la agencia que toma la cuestión justiciable empieza a ser mayor, llevando al punto más extremo del que somos testigos hoy, el lawfare. Donde el Derecho Penal, que nos indica hasta dónde y hasta cuando, se deforma en su faceta más punitiva y busca el cuerpo del perseguido para castigarlo.

“Con una serie de pruebas, que la auditoría encargada por el propio tribunal encontró libre de delitos, han televisado un show iniciado años atrás por el macrismo”

¿Qué cuestiones son exclusivas de la política y cuales pueden o deben ser estudiadas por los tribunales? Sobre este debate se sustanció durante años la tensión irresuelta entre la política del palacio y los tribunales. Una bomba de tiempo que estalló de la manera más cruenta en los últimos años de manera regional. Aprovechando el impulso de la legítima judicialización de la acción estatal (Control de Constitucionalidad), los jueces partidizados optaron por la opción más retrógrada y aguda que pueden tener las democracias, la persecución a dirigentes populares, de todos los ámbitos, en un tándem ensayado con los medios de comunicación. La fórmula se repitió en el Lava Jato brasilero, que terminó con Lula 580 días preso, contra Rafael Correa (donde aparece por primera vez la figura del testigo arrepentido, que ingresaban a los tribunales como imputados y salían como testigos) condenado a 8 años de prisión, con Jorge Glas, ex vicepresidente de Correa, y más recientemente, con la persecución contra Milagro Sala y dirigentes populares de la UTEP, así como con el intento de proscripción a Cristina. 

La campaña de desprestigio contra la vicepresidenta del Frente de Todos es quizás el caso más resonante de Lawfare desde los 18 años de proscripción a Perón y al peronismo. Con miras a la elección presidencial del año que viene, los fiscales Luciani y Mola, ambos compañeros de fútbol de los jueces que dictarán sentencia en noviembre, han impulsado la acción penal solicitando 12 años de prisión e inhabilitación para ocupar cargos públicos de por vida. Con una serie de pruebas, que la auditoría encargada por el propio tribunal encontró libre de delitos, han televisado un show iniciado años atrás por el macrismo. Casi con un libreto dictado y orquestado entre los tribunales y los sets de televisión. 

Sin quererlo, los fiscales Luciani y Mola se convirtieron en los jefes de campaña de Cristina y revitalizaron un espacio carente de mística y relato. La salida de Guzmán y su reemplazo efímero por el Sciolismo catapultaron a Massa como superministro para garantizar una nueva política económica a la que toda la política asiente en silencio. El oficialismo calla para no atentar contra su propia narrativa histórica; el macrismo hace lo propio por su afinidad ideológica con las tijeras. La carrera hacia la elección presidencial del  año que viene se vuelve jabonosa y logra escapar del debate económico.

Este Lawfare toma entonces una connotación política inédita para la región. Por un lado, la proscripción es el tesoro mejor guardado de la oposición que timonea entre la ultra centralidad de Cristina en el escenario político para polarizar con ella y, por el otro, su necesidad de correrla definitivamente del carozo de la política. La omnipresencia funcional o el ostracismo. Lo inédito, entonces, es que la búsqueda de la proscripción tiene una connotación histórica particular en la Argentina, teniendo en cuenta que el peronismo fue prohibido durante dieciocho años. Además, rompe con parte central de lo que fue el Kirchnerismo: un proyecto político con los sectores de poder. En su alegato extendido del martes 23 de agosto, Cristina señaló que uno de los visitantes frecuentes de la quinta de Olivos, cuando Nestor Kirchner era presidente, fue nada más ni nada menos que Hector Magnetto, jefe del multimedio Clarín y otrora enemigo público. Y no solo eso, sino que uno de los elementos centrales de la alianza con Clarín tuvo que ver con garantizar la fusión de Cablevisión y Fibertel, la televisión con internet. Cristina señaló los intercambios del Secretario de Obras Publicas de Julio de Vido con constructoras que podemos llamar “macristas” como la empresa del primo de Mauricio Macri, Angelo Calcaterra. Expresando, quizás, la joya de la corona, que fue la capacidad de Néstor Kirchner de organizar su proyecto político junto con el poder

Néstor tuvo la capacidad de garantizar la rentabilidad y hacer que el proyecto de crecimiento, industrialización y generación de empleo fuera también el proyecto político de los poderes económicos que existían cuando él llegó a la Rosada. Alianza que duró durante el mandato de Néstor y el primero de Cristina, que evitó que el establishment armara su propio frente político, permitiendo la profundización del Proyecto Nacional. Es decir, de una alianza policlasista, con todos adentro, los trabajadores y el capital. La ruptura de este bloque político-ideológico se expresa en el vuelto que la Patria Contratista le quiere hacer a  Cristina, donde de todas las empresas de obra pública, solo van por la cabeza del “propio”. Situación que Cristina denuncia públicamente. Donde uno caía, debian caer todos. El lawfare, o en todo caso lo ilegal, es que el “Club Liverpool” va solo detrás del contratista Kirchnerista.

El lawfare, como expresión acabada de la degeneración y el desviacionismo de la justicia hacia la política del castigo a dirigentes populares, buscando obturar la legitimidad democrática, nos obliga a una respuesta también política; es decir, de poder. El poder no como ajeno, que se encuentra afuera y es propiedad de otros: de los poderes concentrados, mediáticos, judiciales, la embajada, o poderes fácticos. Sino desde la disputa central de poder contra poder. Ante la persecución: organización, reacción y programa político. De eso dependerá que no nos aten la pata y nos devoren como al cerdo de Falaise, cuya sentencia ya tenían escrita los jueces, que asistieron ese día en ayunas.

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